A diferencia de las unidades formadas en la Madre Patria, más amplias y organizadas, el Tercio del Principado disponía, en principio, de dos mil hombres divididos en cuatro Capitanías de a quinientos dirigidas por un Capitán o un Alférez abanderado. Cada Capitanía disponía de doscientos piqueros, doscientos rodeleros y cien arcabuceros y ballesteros. Cada cien hombres había asignado un Sargento y cada diez un Cabo de escuadra integrado en la decena, había además tres Cabos de Batalla como mandos intermedios, uno por arma, un Sargento Mayor como mando operativo de la Capitanía y hasta un Capellán de Batalla por cada cien almas. En realidad el Tercio del Principado disponía de dos Capitanías operativas, ambas sirviendo en Castelar de Topelca contra los indios bajo mando de don Gonzalo Camino. Otra Capitanía, integrada totalmente por Coseletes había sido diezmada en la defensa de la Mina de Aruca y estaba acantonada allí encargándose de la protección de las recuas de mulas cargadas de plata que bajaban hasta Villa Novas. La última Capitanía, llamada de Guardia, era la que permanecía en la capital, no disponía más que de dos centenares de hombres, la mitad coseletes que hacían todo tipo de funciones propias de la Ronda.
Como quiera que Pere y Martín fuesen adscritos a esta Capitanía en calidad de cadetes bisoños sus obligaciones variaban entre la guardia de puertas, el control del puerto de Gozón y la Ronda. Si bien el señor de Villseca apenas entró en faena por orden mayor, acompañó muchas de la guardias de Martín al amparo de las Santas Puertas. Es cierto, no obstante, que ambos muchachos gozaban de una cómoda posición y pasaban buscando ocupación gran parte del tiempo libre que tenían, que era mucho. Así, pronto conocieron las bodegas de allende de la empalizada, los mesones intramuros y la escuela de esgrima de Don Eugenio de la Jay.
Los nobles que podían pagar clases de esgrima asistían a la sala de Don Alonso de Motrilete, fiel seguidor de la Verdadera Destreza, pero como quiera que Martín no cumplía ni los requisitos de alta cuna ni mucho menos los económicos, los dos amigos decidieron buscarse a otro. Y ya que en la capital sólo había un maestro más, el mulato De la Jay, que atendía por igual a nobles y plebeyos, allá que se fueron deseosos de prepararse para evitar una nueva huida como contra los hombres de don Paco.
Y en esas andaban en el Bodegón de la Flaca, después de una de sus clases, discutiendo las impedimentas filosóficas del tajo horizontal. Esta bodega estaba situada cerca de la Puerta del Padre y reunía a una variopinta clientela de gentileshombres, secretarios, mercaderes con ínfulas, pícaros y soldados, aunque no siempre se distinguía con claridad a los grupos.
« …así que parece un desperdicio no aprovechar una cuchillada horizontal si un compás te sitúa bajo su arma, atacando con una preparación desde un movimiento extraño por el interior… » Decía Martín balanceando la jarra de vino entre ambos.
« El maestro advierte del peligro de retirar la punta del cuerpo del adversario y perder el medio proporcionado. »
« Pero siempre nos advierte de que las normas angulistas sólo son base de la práctica, pero… »
Y los dos amigos corearon a dúo « …en un enfrentamiento real la improvisación es tan importante como la técnica. » Y, más que un poco achispados, chocaron con fuerza sus jarras y Pere trastabilló chocando ligeramente con un caballero a su espalda.
« Diculpadme señor, una torpeza por mi parte. »
« A fe mía que lo ha sido, como torpeza son los comentarios añasquinos del vascongado. » El caballero que hablaba mantenía un porte altivo y sus dedos tamborileaban sobre un pomo enjoyado, lucía jubón de cuero verde sobre camisa con valona y estaba acompañado de otros dos caballeros, uno de ellos de una corpulencia extraordinaria. Se dirigía a Martín aunque Pere había sido el causante de la ofensa.
«¿Conocéis mi origen? ¿Tal vez mi nombre? O es qué tenéis algo contra los vascongados.» Martín recuperó la compostura inmediatamente a sentir la musiquilla de la ofensa en las palabras del caballero.
«Sólo se de vos que sois de natural torpe si pretendéis utilizar cuchilladas horizontales y lo proclamáis a voz en grito. »
Conociendo el carácter orgulloso de su amigo intervino Pere. « Soy don Pere Pau de Villseca y este caballero es don Martín de Araiztegui y Bacigalupe, cadetes del Tercio. Los comentarios que hacemos sobre la destreza de armas son de nuestra única incumbencia y no pretendemos ofender a nadie con ellos. Disculpadnos. » Pero cuando se alejaba una mano sobre su hombro casi le obligó a volverse.
« Nos dais la espalda sin haber dado por terminada la conversación. Que descortesía. » El caballero fornido se había adelantado y mantenía su mano sobre el hombro de Pere. « Tal vez que vuestro amigo no haya sido admitido por el maestro Motrilete… »
« ¿Barrilete decís? » E inmediatamente Pere se arrepintió de sus palabras. A partir de ahí los hechos se sucedieron con rapidez. Martín empujó al grandullón encarándose con él y Pere se vio metiendo mano a la blanca ante el avance del otro caballero.
« ¡Repórtense vuestras mercedes en nombre de Cristo! » El tercer compañero se interpuso entre las parejas desplazando un halo de autoridad. Miró despacio a los cuatro valentones y dijo « Salgamos fuera » y sin esperar respuesta fue hacia la puerta.
El hombre que se había erigido como juez de la contienda tenía unos cuarenta años con el pelo entrecano, vestía de austero negro con un enorme crucifijo de plata en su pecho.
« Estos caballeros son Don Gonzalo de Roncales, Marques de Costela y Don Alfredo Gastón.» Dijo haciendo referencia al fornido caballero. « Teniendo en cuenta las leyes de su majestad el Católico Felipe que prohíben los duelos creo que una disculpa por ambas partes zanjará el asunto. »
« Tal vez el vascongado se avenga con nosotros y manifieste la inutilidad del tajo horizontal. » Dijo Don Alfredo con media sonrisa.
« Sólo hay una manera de comprobarlo ¿no creéis? » Martín hablo a escasos centímetros de la cara del caballero, pero el Marqués de Costela respondió antes que nadie y se dirigió al caballero enlutado. « Parece que son de natural pendenciero y los alumnos del maestro Mo-tri-le-te nos enorgullecemos de bajarle los ánimos a los alborotadores. Sería un honor que fueseis juez en nuestra contienda. »
El caballero, eclesiástico sin duda, miró a los jóvenes que se hallaban enfrentados en un absurdo duelo de miradas y suspiro profundamente. « Veo que los cuatro estáis dispuestos a acuchillaros, pero no penséis que lo hacéis por honor u honra, peleáis guiados por el vino y los impulsos de la juventud y yo no participaré en esta estúpida trifulca. » Pareció que iba a decir algo más pero se alejo de allí mascullando entre dientes.
« ¿Y bien? Pregunto Pere con una nota de esperanza en su voz. »
« Mañana en Prima tras la ermita de San Cristóbal. ¿Armas?» Don Gonzalo habló despacito, dudando, casi parecía arrepentido de sus palabras al mirar a su compañero. « Cualquiera de la panoplia española.» Dijo este. «Sin padrinos. Yo contra el vascongado y el marqués contra el niño.»
« Y así tendréis que admitir la utilidad del tajo horizontal.» Martín inclinó ligeramente la cabeza y se alejo tocando el hombro de Pere. Este miró al Marqués, asintió lentamente y siguió a su amigo.
Tras parar a reposar el corazón en la siguiente esquina, los dos amigos, desaparecidos los efluvios del vino y el ímpetu del momento convinieron en que «no había más remedio» y trazaron un plan de acción que pasaba por visitar al maestro De la Jay esa misma noche para buscar consejo. Y allí que se fueron y pese a lo intempestivo de la hora descubrieron luz en la ventana de la sala.
En esta época las casas de esgrima florecían en todas las villas y ciudades, aunque no todos los maestros eran tan diestros en el uso de las armas como pretendían y pregonaban y menos aun en este Nuevo Mundo. No era el caso de Don Eugenio de la Jay que tenía su casa en un almacén situado tras el Ayuntamiento y en ese espacio diáfano convivían él, sus clases, un mozo algo corto de mollera que servía de criado y una cocinera negra, Concha, con quien se decía estaba amancebado, aunque nadie osaba mentárselo a la cara. De la Jay era un corpulento hombretón de cincuenta años, pelo rizado y oronda barriga, de trato llano y mano terrible con la ropera, el montante, la daga… En fin, se podía dudar de la ortodoxia de sus estudios pero no de su eficacia en la enseñanza de la destreza, fuera verdadera o vulgar. Daba clases a cualquiera que pudiera pagarle, en dinero o mercancías y siempre ajustando sus enseñanzas a las diferencias de cada esgrimidor. Sus alumnos ocupaban toda la escala social y más allá de alguna anécdota grosera de sus años mozos en Sevilla, no se sabía nada sobre sus orígenes.
Pareció sorprendido, confuso e incluso azorado con la presencia allí de los dos amigos, abrió con coleto de cuero, máscara y negra en la mano como si estuviera dando una clase y cuando Pere y Martín le contaron atropelladamente lo sucedido no tuvo más remedio que flanquearles el paso. Cruzaron la tela que separaba los espacios sin dejar de gesticular y explicar los pormenores del encontronazo cuando toparon de bruces con una dama, que con falda y protecciones, parecía ser alumna del maestro recibiendo clases pasada Completas. Se hizo un silencio incómodo. «Espero que como caballeros sean lo suficientemente discretos y no trascienda la presencia aquí de la señorita.» Pere fue el más rápido en su galanteo…
« Haremos por olvidar lo inolvidable si ese es vuestro deseo.»
« Más que deseo es necesidad, así que os quedaré agradecida si no transciende mi presencia aquí.»
…pero Martín no quedó a la zaga de su amigo. « Y si por esa necesidad queréis nuestro brazo en cualquier circunstancia, os lo ofrecemos sin condiciones. »
La risa burlona de la espadachina, pareció a ambos amigos ‘cual argentea música en cúpula perlada / que brota cristalina del fondo de su alma / trastocando en súbito compás la dulce calma / de mi vida, ahora nueva y condenada.’;pero fue interrumpida por De la Jay, que tras alejarla de ellos cuchicheó con la dama unos segundos mirando a los dos amigos y finalmente la acompañó a sus propios aposentos donde esperaba Concha para ayudarla. Cuando volvió a la sala de armas sólo dijo. «Por vuestro honor ni una palabra. Y ahora vamos a lo que vamos. No, no, no se pongan protecciones. Y por cierto, si vuelven a irrumpir en mi casa por la noche sin avisar aténganse a las consecuencias. En guardia.»
Conocía el maestro a los contrincantes de los dos amigos, en particular al corpulento Gastón, y les hizo practicar las tretas más comunes con las que se encontrarían horas después. Les convenció de sus múltiples posibilidades frente a tan formidables adversarios y humildemente pidió que le pagaran los atrasos y esa clase, «por si nuestro Señor tiene a bien favorecer a esos malandrines. »
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