PRÓLOGO
El cruce de caminos de Arreviva.
Era una de esas noches de tormenta, una noche perfecta para
quedarse calentito bajo techo y dedicarse a entretejer una buena historia, de
esas que hacen que las palabras enreden los sueños de una moza y te sonría con
los ojos brillantes por el fuego y la aventura, mientras te sirve un vaso de
vino caliente con miel al calor de la chimenea.
Y sin embargo el
chico estaba sentado en un cruce de caminos a cien leguas de la posada más
cercana, bajo un aguacero pertinaz desde hacía horas, con una tiritona inmóvil,
la mirada perdida y las manos sujetando empecinadas un fino capote, inútil
frente a una lluvia constante que lo había calado hasta los huesos.
Los cruces de caminos bajo el imperio habían sido lugares de
encuentro y abrigo, con su obelisco tallado que indicaba las direcciones y las
distancias; en ellos siempre podía encontrarse un edificio de piedra, un
refugio donde intercambiar noticias, caballos de refresco o esperar a un grupo de caminantes a los
que sumarse para viajar en segura compañía. Pero los tiempos del Imperio habían
pasado, y los vecinos cercanos al cruce de caminos de Arreviva se habían hecho
con los bloques de piedra de la casa de postas para sus propios refugios y sólo
quedaba el viejo obelisco quebrado y desnudo. Un obelisco y un chico empapado
sentado en su pedestal.
El primer
carromato pasó de largo sin ver al chico, o simplemente ignorándolo, pero el
segundo se detuvo. Eran dos viejos vagones de suministros del ejército,
hinchados por cientos de cachivaches colgantes y pintados de colores
brillantes, rojo y oro. Si la lluvia lo hubiera permitido podría leerse en su
costado en letras grandes y recargadas “La Fabulosa Trouppe del Maestro Ahuete”
y debajo, con una letra más modesta, “Herederos de la más sublime tradición del
Teatro Verdadero” y más abajo aún “Comedias de magia y figurón, tragicomedias
satíricas, farsa histórica, mojigangas románticas y sainetes épicos”, a los que
una mano posterior había añadido unos puntos suspensivos como queriendo abarcar
todos los géneros habidos y por haber.
De este segundo
vagón descendió un individuo de porte atlético, con calzas bicolor, una cota de
cuero tachonado, agarrando el pomo de una larga espada de gavilanes recargados.
Se acercó al chico bajo la lluvia, que parecía no haberle visto y se agachó
frente a él.
–
Eh,
qué haces aquí. ¿Estás bien?
Poco a poco la
mirada de chaval se centró en su interlocutor y cuando fue capaz de enfocarla
dio un respingo e hizo ademán de levantarse. La cara del espadachín del
carromato se deshacía bajo la lluvia como cera derretida en blanco, negro y
rojo, transformando su sonrisa tranquilizadora en una mueca monstruosa.
–
Tranquilo
chico, no voy a hacerte daño.
Pero el joven ya se había levantado e intentaba poner el
obelisco entre ambos para protegerse. Durante unos instantes se mantuvo el
juego dando vueltas, pero el chico cojeaba sobre el lodazal y no fue capaz de
evitar que el otro le cerrara el paso.
–
¿Qué
te pasa chico? No te asustes —y levantó las manos en un gesto conciliador—.
¿Ves? No tienes nada que temer…
En ese momento el
chico se lanzó a la desesperada y cogió desprevenido al monstruoso espadachín
de la cara desfigurada. Ambos rodaron abrazados por el barro, pero las fuerzas
eran desiguales y al momento el joven estuvo inmovilizado.
–
Tranquilo
chaval, vas a hacerte daño.
Al chico le
parecía oír risas provenientes de los extraños vagones, de los que descendió
otra figura, más bajita que el tipo que lo tenía inmovilizado y bastante más
rechoncha. Se arrodilló junto a ellos, acariciando su barbita con una mano y
rascándose uno de los cuernecillos que adornaban su frente con la otra. Con una
sonrisa beatífica que enseñaba unos afilados colmillos se acercó a la cara del
chico y le dijo:
–
¿Has
oído el cuento del niño encontrado por una elfa del bosque en un cruce de
caminos, qué resultó ser un príncipe? Pues aquí tenemos una nueva e interesante
versión de la historia en la que puede que tú seas un príncipe, pero yo desde
luego no soy una de esas viejas rameras.
Y el chico se
desmayó. Y los carromatos de la trouppe dejaron atrás el cruce de caminos de
Arreviva llevándolo con ellos.
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