CAPÍTULO I
Principios de verano de 1624, eso lo recuerdo bien, y el nombre del pueblo, Trehuela. Un día y un lugar que ha quedado marcado de forma indeleble en mi memoria. Y es así porque fue la primera vez que me subí a un escenario desde que me recogió La Trouppe en el cruce de caminos de Arreviva. Llevaba poco menos de seis meses con ellos, haciendo un poco de todo, pero básicamente cargar y descargar trastos, montar escenarios, remendar telones y ser, en definitiva el criado de todos y cada uno de los hombres y mujeres del Maestro Ahuete. Pero no me quejaba, o al menos no mucho, teniendo en cuenta que había sido abandonado por mi tío tras su último intento de colocarme como aprendiz. Soy cojo. No mucho, pero lo suficiente para ser incapaz de desenvolverme con soltura en las tareas relacionadas con agotadores trabajos físicos propios de mi baja condición. Aunque pensándolo bien, con la compañía sólo hacía eso, agotadores trabajos físicos de baja estofa. Ah… Y no soy un príncipe abandonado como en el cuento del cruce de caminos..
*** *** ***
La gente estaba contenta. La plaza del pueblo de Trehuela era el orgullo de sus habitantes, básicamente porque estaba empedrada y la de sus vecinos de Remoral sólo era de tierra aplastada. Además la fiesta de la cosecha era una ocasión inmejorable para restregarles a los remoralianos la evidente superioridad de los trehuelenses, contratando durante tres días completos a la Fabulosa Trouppe del Maestro Ahuete.
Allí estábamos, en la plaza empedrada de Trehuela, el último día de las fiestas. Y mientras Maese Boleto ejercía de barbero, sacamuelas y curandero en un carromato, con el otro habíamos montado un escenario, dejando caer el costado del vagón, que a su vez servía de fondo para hacer de soporte a los telones que representaban los distintos lugares donde transcurrían las comedias. Me habían encomendado adecentarlo y prepararlo para la siguiente representación, la última y más importante porque sería por la que nos recordarían —lo mejor para el final—, el problema era que todavía no se habían decidido por ninguna obra: estábamos en tierras del dux Gonzalo de Borovia.
En el antiguo reino de Borovia quedaban muchas de las viejas costumbres y tradiciones, en realidad era el ducado más tradicional de la Heptarquía, tanto que les estaba prohibido a las mujeres representar papeles sobre el escenario y con nuestro escaso elenco era difícil elegir una obra de suficiente calidad con la que terminar las fiestas, y por supuesto los trehuelenses querían que fuera de lo mejor y de lo más lucido, pues habían invitado a una delegación de notables del vecino pueblo de Remoral, sin otro motivo a que provocar la envidia en sus vecinos. No es que la Fabulosa Trouppe del Maestre Ahuete estuviera falta de talentos o de espectaculares recursos escénicos, sólo que dos de sus más importantes miembros eran mujeres y eso en Borovia, como en tantos otros sitios, era un problema.
La avinagrada señora Reta se encargaba de los papeles de mujer madura y Morena, que aseguraba ser su hija, de los de doncella y bella jovencita en general; porque lo era, muy bella, así que siempre dudé que fueran familia pues no podía imaginar que semejante belleza se fuera marchitando con el paso del tiempo hasta convertirse en algo parecido a la señora Reta. Pero en Borovia no podíamos contar con ellas, eso dejaba a Bartomeu para hacer el papel de mujer, (que lo hacía extraordinariamente bien por otra parte) con el Señor Monforte y Enzo dando las réplicas. Poco reparto para representar una de las grandes obras que llevaba en repertorio la compañía.
Y si no se decidía la comedia yo no podía colocar los telones en el orden correcto y preparar el atrezzo. Así que me fui a la taberna, pues los miembros importantes de la Fabulosa Trouppe tenían querencia a buscar inspiración para sus cuitas en estos lugares. Nada más entrar en el local los distinguí en un reservado al fondo, parecían discutir hasta que Monforte zanjó la discusión con un golpe en la mesa. Pero Enzo se levantó enfadado y con un teatral asentimiento de cabeza, dejó al grupo y se dirigió a la salida donde yo me encontraba.
Chico, el Señor Monforte quiere hablar contigo, —y me revolvió cariñosamente el pelo— no te preocupes.
Me dijo antes de irse ¿preocuparme de qué? En sus maquillados ojos observe temor y pena por mí, lo que me dejó bastante inquieto, pero Enzo solía dejar esa sensación cuando no estaba sobre un escenario.
Enzo de Fabua, el primer actor de la compañía, era el primero que había bajado del carromato a buscarme y le tenía un cariño especial, pese a que en ese momento mi estado febril lo había confundido con un monstruo cuando la máscara de maquillaje que siempre llevaba se deshizo bajo la lluvia. Había estudiado en la vieja Escuela Imperial de Artes Escénicas y todos sus graduados estaban tan comprometidos con su arte que perdían su nombre y asumían un personaje para el resto de sus vidas que pasaban con la cara perpetuamente maquillada. Enzo solía llevar sobre la base blanca un rombo negro o rojo, (dependía de su humor) alrededor de su ojo izquierdo; normalmente a juego con sus labios y a veces más rombos de distintos colores en algún tipo de ciclo secreto de su escuela de actores-espadachines. Pero se había ido y en la mesa del reservado me esperaban los dos miembros con más peso de la trouppe.
Señor, ya he terminado de recoger y limpiar el escenario, ¿qué obra vamos a representar? Sólo hay que colgar el telón. Haremos Ser Bote y la doncella ¿no?
Pero me contestó el otro personaje que había bajado a recogerme y que tanto me había asustado incluso aunque no hubiera estado aquejado de fiebres y tiritonas, Parfum el sátiro, tocado con un discreto gorro que ocultaba sus peculiaridades.
No. Representaremos Las tres rosas de Alpelín.
Eso es imposible, hay momentos con cuatro personajes en el escenario… ¿Vas a actuar tú Parfum?
No Chico, lo harás tú.
¿Yo? Pero eso no puede… ¿Y el coro? Hay un coro que…
Lo cantarán Reta y Morena desde fuera del escenario. Eso no está prohibido. ¿Crees que podrás hacer del valiente Aldo? —Y me sonrió asomando sus colmillitos y dirigiendo mi mirada al Señor Monforte.
No es que no me supiera el papel, mi memoria resultó ser excelente para recordar los versos, es que nunca me habían dejado ni asomarme a los entresijos de una actuación. Como mucho daba las réplicas en los ensayos y aunque estaba atento a las directrices de Monforte y había manifestado mi deseo de hacer algún pequeño papel, un criado, un mensajero o algo así, siempre me expulsaban del escenario para ocultarme, suponía yo, los secretos misterios de la representación. Pero el valiente Aldo era un personaje importante, el escudero que normalmente interpretaba Bartomeu, acompañando al héroe protagonista. Pero claro, Bartomeu tenía que hacer de la princesa y yo…
Bueno Chico, ¿qué dices? —Monforte esperaba mi respuesta retorciendo sus bigotes con esa mirada profunda que ponía cuando interpretaba al Rey Sabio. Como no contestaba comenzó a recitar unos versos de la obra.
Sabéis Aldo lo que espero, / preparad presto la espada, / defended la encrucijada.
Mi señor, por vos yo muero. —Completé la redondilla con el último verso del escudero antes de morir enfrentándose al demonio para dar tiempo al caballero Alpelín a conseguir la tercera rosa, y con ello ligué mi suerte al escenario.
Bienvenido Chico —dijo el Maestro y arrastró hacia mí el vino para que brindara y cuando chocamos nuestras copas y sorbí el líquido, un escalofrío recorrió mi espalda al descubrir un nuevo brillo en los ojos de Parfum y el Señor Monforte—. Ahora serás uno de nosotros.
Me disculpé enseguida con la excusa de prepararme, quería hablar con Bartomeu y con Enzo, así que dando las gracias salí de la taberna como flotando en una nube, aunque puede que el vino, ajeno a mis costumbres, ayudara en la euforia que sentía. Pero toda la alegría se disipó de golpe cuando lo vi. Caracortada.
Cuando todavía me encontraba aquejado de fiebres, traqueteando en el carromato los primeros días, desperté en una duermevela para descubrir a un siniestro personaje que hablaba con el Señor Monforte y con Parfum. Parecían discutir sobre algún tema relacionado con un conde y no parecían hallarse en términos muy amistosos. Llevaba ropas de calidad de tonos oscuros, estaba totalmente calvo y una cicatriz horrible parecía coser su cabeza desde la frente hasta el cogote. Desde mi posición se adivinaba un cuchillo curvo a su espalda bajo un chaleco de seda. De repente miró a mis ojos descubriendo mi presencia, lo que fue motivo para que la discusión subiera de tono, pero yo volví a desmayarme y cuando desperté un par de días después y quise saber quién era el tipo, al que había bautizado como ‘Caracortada’, el señor Monforte me dijo que debía ser producto de la fiebre, que ningún tipo con ese aspecto se había cruzado en su camino y Parfum lo corroboró en los mismo términos.
Asumí sus explicaciones y lo dejé pasar, casi lo olvidé. Imaginaros mi sorpresa cuando a la salida de la taberna me encontré con ese personaje que entraba, y aunque iba embozado con una capa y un casquete de cuero, me resultó inconfundible. No pude evitarlo, soy de natural curioso y volví a entrar en el establecimiento tras él. Y sin dudarlo se dirigió a donde se encontraban Monforte y Parfum y se sentó con ellos. Durante unos segundos estuve tentado de acercarme, pero el semblante de los miembros de la trouppe se había ensombrecido, y lleno de dudas y preguntas decidí retirarme y guardar la presencia de ‘Caracortada’ en un rinconcito de mi cabeza para centrarme en mi preocupación más inmediata: La preparación del personaje de Aldo en Las Tres Rosas de Alpelín. Tras esta noche, me dije, seré un miembro de la trouppe de pleno derecho y exigiré que me digan quien es ese siniestro personaje que es capaz de levantar la voz y dar órdenes al Señor Monforte y a Parfum.
El Señor Monforte era un hombretón en un amplio sentido de la palabra, grandón, recio, de risa fácil y enfado más fácil aun. Yo daba por hecho que era el jefe de la Fabulosa Trouppe, tenía su propio cubículo en un vagón y dirigía las obras que se montaban para la representación, incluso escribía escenas nuevas o ajustaba las ya existentes. Podía tener cualquier edad entre los cuarenta y los sesenta años y lo que más me fascinaba era su bigote, no por el hecho de que estuviera perfectamente rizado en cualquier circunstancia sino porque era capaz de hacerlo desaparecer o transformarlo en una barba durante las representaciones. Un postizo, pensaréis, pues no. Durante esos meses lo había observado con atención, casi obsesionado, incluso me dejó tirar de él en una ocasión. Pero cuando le preguntaba, sólo me contestaba –Misterios del teatro, Chico. – Y se reía con la voz del Dios Borracho.
Parfum era un sátiro. Puede que con eso se diga todo, o puede que no. Le molestaba enormemente que le preguntaran porqué no tenía patas de chivo. Yo tarde casi tres meses en atreverme a hacerlo. —Esos son los faunos Chico, y por tu bien es mejor que nunca conozcas a ninguno—. Algunas veces parecía ser la mano derecha del Señor Monforte y tomaba decisiones con él, pero otras se aliaba con Enzo y juntos vencían las reticencias del hombretón. Además se encargaba de aderezar las obras con fantásticos trucos. Pero no juegos de lucecitas o tópicas desapariciones y apariciones, podía hacer Magia. Pero hasta que no me subí a aquel escenario de Trehuela a interpretar al escudero Aldo, no fui consciente de hasta qué punto, él y toda la Fabulosa Trouppe jugaba con los, hasta entonces para mi, misteriosos poderes arcanos.
Ni los infinitos consejos de Bartomeu sobre el personaje, ni las alentadoras palabras de Enzo, ni el beso de buena suerte de Morena (que agradecí por otros motivos), ni las palmotadas en la espalda que me dio el Señor Monforte contribuyeron lo más mínimo a que me tranquilizara, máxime cuando Parfum nos anunció que, con la delegación del cercano pueblo de Remoral, había llegado el primogénito del conde de Ardanza, señor de estas tierras con su pequeño séquito de amigos urbanitas, acostumbrados a ver representaciones en los teatros de la capital.
Es más, con un misterioso –Tenía razón.- el Señor Monforte cruzó la mirada con Parfum y este, muy serio, se fue al carromato a buscar el instrumental de los grandes trucos. Estaba seguro que hacían referencia a ‘Caracortada’ y eso, no se por qué, me puso nervioso, además Enzo retiró su mirada cuando le interrogué con la mía. Pero los nervios por la inminente representación se imponían sobre mis dudas, así que me dirigí a una esquina para concentrarme y alejar de mi toda sensación ajena al joven escudero Aldo que tenía que interpretar.
No es fácil describir las sensaciones que se tienen cuando un palabra o un gesto tuyo sobre el escenario, mueve suspiros, risas o llanto entre el público. Ni diez botellas de vino de Alpuelda son capaces de producir una euforia semejante, que crece en tu interior y tienes que controlar como a un caballo desbocado, dosificarla y entregar el relevo de la emoción a tu compañero para que la historia avance y sea la energía del público la que marque el ritmo de la historia.
Aunque claro, si la historia comienza con una canción interpretada entre el público por Morena, acompañada a la vihuela por Reta y aparece el Dios-padre de la princesa Rosana envuelto en llamas desde los cielos exigiendo al caballero Alpelín las tres rosas mágicas para conseguir la mano de su hija el público se pone bastante a tu favor. No obstante, no es fácil. Mi primer verso (no lo olvidaré jamás por ser eso, el primero) fue una retahíla inaudible de un joven tembloroso rogando a su señor que le dejara acompañarle en su búsqueda: Por más que intentéis alejaros de mi / juré que estaría con vos hasta el fin. Pero a partir de ahí mi voz se afianzó y recibí la primera reacción del público animando las pretensiones del joven Aldo, tal vez por que confundieron mi miedo con el ansia del personaje, pero el hecho es que olvidé todo lo que no fuera el deseo del joven escudero. También olvidé algunos versos, pero nada que Enzo no pudiera arreglar con su experiencia.
Pero subirse a un escenario con la Fabulosa Trouppe es mucho más. La consigna de Monforte era focalizar nuestros esfuerzos en el hijo del conde de Ardanza, que estaba con sus amigotes en el balcón del ayuntamiento justo frente al escenario. Para él cantó Morena, para él interpretó Enzo la tragedia de Alpelín, para él rugió Monforte transformado en el ogro Azperi, a él sedujo la bruja Sabina (aunque esto fue más raro porque no podía olvidar que la interpretaba Bartomeu) y yo, con mi modesta contribución, intenté que le alcanzara la muerte de Aldo defendiendo el puente. Pero sobre todo, Parfum, que tejía una red invisible sobre el balcón, hilando emociones robadas al público y dirigiéndolas al primogénito del duque. Yo podía sentirlas, verlas como un humo de colores, pero el público no; sólo las intuía. Parfum retenía emociones, la guardaba, les daba forma mientras el público embelesado se consumía en la historia.
Herido de muerte por sus hazañas, el caballero Alpelín entregaba las tres rosas a su amada y moría en sus brazos, ella se cortaba las venas enredando en sus muñecas los tallos espinosos de las flores y su Dios-padre volvía a descender de los cielos para recitar el lamento final arropado por el coro femenino de voces hipnóticas. Y entonces, lo vi, lo sentí y lo oí. Parfum desencadenó todas las emociones retenidas sobre el balcón del heredero, que también chispearon sobre el público. Monforte se elevó sobre el escenario y comenzó su monólogo, pero aunque sus palabras eran los versos correctos del lamento final se filtrada entre ellas un odio visceral, un rencor acumulado que incitaba a la guerra, a la muerte a la sangre, un sentimiento surgido de los más básicos instintos de un pueblo sufriente dirigidos contra el señor de la vecina Delonia.
El primogénito del conde de Ardanza sintió un golpe en su pecho que lo traspasó con el odio generado por la Fabulosa Trouppe. No creo que siquiera fuera capaz de escuchar la ovación que el público de Trehuela nos brindó. Se levantó y salió del balcón, pálido como la muerte.
Dos días después, las huestes de Ardanza con su primogénito a la cabeza cruzaron a sangre y fuego la frontera con Delonia. Pero les esperaban, sabían que iban a ser atacados. Y Roberto Esperalis, primogénito del conde de Ardanza fue emboscado y muerto. Su padre, sin heredero varón, repudiado por su señor Gonzalo de Borovia, se vio obligado a casar a su hija con el primogénito de la odiada Delonia y ceder parte de sus tierras como dote.
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